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Sugiero comenzar por el principio ;)

domingo, 14 de junio de 2015

Cuentito: La terminal

La Terminal


Cerró los ojos mientras él le decía:
-Pueden pasar tres mil años...
-No quiero pasar un solo día lejos de vos- interrumpió ella, apretando los párpados con fuerza, intentando resistir el impulso de largarse a llorar.
La terminal estaba repleta de gente, pero la intimidad se hace siempre de a dos y ellos estaban con los corazones al aire libre.
-Puedes besar otros labios...
-¿No entendés que no quiero que te vayas?- le miró la cara rubia, los ojos de agua.
-Pero nunca te olvidaré -le dijo él, pasando el dorso de su mano por el surco húmedo, irregular, que se había dibujado en la mejilla de Eugenia. Una lágrima había muerto.
Como relámpagos venían los momentos vividos. Como flashes de fotografías viejas. Sombras del ayer iluminadas por los reflectores de la realidad. Tanto tiempo, tanta memoria compartida, tantas promesas rotas y ese momento de desilusión.
Con la voz quebrada pudo articular:
-No te gastes en palabras bonitas. Vos me vas a olvidar y yo voy a ser la pelotuda que siempre va a volver a esta terminal de mierda -escupió las palabras-, como Penélope, como la loca de San Blas -qué idiota te hace el amor, pensó. Idiota no, humano.
Se habían conocido varios años atrás, cuando todavía iban a la plaza a comprar algodones de azúcar.
-Deme uno rosado.
-Yo también quiero uno rosado -dijo ella, agitada porque había venido corriendo de la otra punta cuando vio que el carro del hombre de delantal blanco se acercaba.
-No tengo más, te doy uno amarillo si querés -el vendedor levantó los hombros en un gesto de resignación. No siempre se tiene lo que se quiere.
-No, mejor deme el amarillo a mí y yo le doy el rosado a ella -dijo el niño que había llegado primero, y la miró con unos ojos grandes. Ella pensó que de ese color debería ser siempre el cielo.
No fueron necesarias las palabras para agradecerle porque todavía estaban en la edad de decirse gracias con una sonrisa e invitarse para ir a jugar.
Y fueron a jugar y jugando crecieron, y con ellos creció la amistad. Una amistad teñida siempre de sentimientos profundos que, en la adolescencia, dieron paso a algo igualmente grande, al amor.
-¿Cómo olvidar tu locura? ¿Cómo olvidar que volabas? -dijo él, mientras la operadora anunciaba la llegada del colectivo esperado al andén, y a Eugenia se le vino a la mente esa vez que imaginaron que estaban en París.
Embriagados de endorfinas salieron a caminar. Les parecía que todas las personas les sonreían y eran buenas. Era una tarde, ¿te acordás? Me llamaste diciendo que estabas desesperado. No habías colgado y yo ya estaba saliendo para tu casa, dejando todo lo que tenía que hacer por verte. No era normal que estés así, no eras como yo, no te permitías momentos de debilidad.
Tus viejos estaban a punto de separarse pero te dije que eso no importaba, que el dueño de tu historia eras vos y no tenías que hacer lo mismo que ellos no más. No repetir sus errores. Y me dijiste que no, que no ibas a ser igual porque nunca me ibas a dejar. Te creí porque me diste un beso y un abrazo infinito que todavía me está quemando la piel, y dijiste, como siempre, que todo iba a estar bien.
Salimos a caminar un poco para despejarnos. La tarde estaba nublada, como tu corazón, pero me pediste que te haga reír para que se te pasara el dolor. Eso hice. Te conté que estábamos en París, que los borrachos de la esquina de tu casa eran de esos mimos franceses con el acordeón chiquitito, los imité y me dijiste que no fuera tan ridícula. Me diste otro beso y yo volé. Te agarré de la mano y te llevé corriendo a nuestra plaza. Ya no estaba el señor de los algodones, pero ¿te acordás? nos fuimos a la calesita grande y empezamos a girar como locos. Ahí sí te reíste.
Veo tu risa. Te juro, se te dibujaba en las arruguitas que se te formaban al lado de los ojos. Te decía que ya parecías un viejo, pero en realidad me gustaban. Te salían chispitas de la cara cuando reías de verdad. No te vayas.
- Pueden robarme tu historia, pero nunca te olvidaré...
Eugenia respiró hondo, sintió su perfume y supo que él todavía estaba ahí. Y a la vez no estaba, porque ya tenía las maletas en la mano y la operadora repetía el llamado al andén número catorce. Suspiró. Sabía que ya no se iban a volver a ver. Lo sabía y no lo sabía. Por eso volvía como pelotuda, cada veintiocho de octubre, a la terminal donde se habían despedido.
Ella estaba estudiando para un examen cuando él le dijo que tenían que hablar, dos semanas antes del adiós. La sangre galopó por su cuerpo y pensó que tenía más venas de las que creía. Se vieron una hora después en su lugar sagrado, se saludaron como si fueran dos extraños -siempre se trataban así cuando tenían que hablar cosas importantes-, y fueron a sentarse en el banco de siempre, en el que habían compartido innumerables tardes dando de comer a las palomas, criticando a los que iban a caminar o riéndose de los niños que estaban aprendiendo a patinar y se caían a cada rato.
Que te ibas de voluntario a una zona de riesgo, dijiste. Que era lo que tu corazón te pedía desde hacía años. Que no me lo dijiste antes porque sabías que me iba a poner mal. Que disfrutemos estas semanas y después será lo que tenga que ser. Te abracé. Quería matarte, hacer que te duela el cuerpo como a mí me dolía el alma. No pude más que sonreír, felicitarte por tu corazón generoso y desearte lo mejor, pensando que lo mejor era que te quedaras conmigo.
El día de la despedida, Eugenia quiso ahorrarse las lágrimas, pero no las pudo contener. Se le desbordaron, le bulleron a borbotones desde los ojos cansados mientras él se iba hacia el andén. En la última mirada articuló, con los labios mudos, un “nunca te olvidaré”.
-Si me quería más que a vivir, Enrique, ya debe estar muerto.
La canción terminó. Eugenia abrió los ojos y vio que cada vez había menos gente. Otro veintiocho y él no estaba, pero el mismo amor le seguía trepando por las piernas cuando alguna melodía se empeñaba en hacerla recordar. Se levantó del asiento frío, más frío por haber sostenido el peso de una soledad inaudita, y se fue triste. Pensó una vez más que ella también debía romper su promesa y pedirle a Dios que la ayudara a olvidar.
Jandra, 14/06/15

lunes, 11 de mayo de 2015

Cuentito: Piensa mal ¿y acertarás?

Piensa mal ¿y acertarás?

Se reafirma la fe en los derechos fundamentales del ser humano, en la dignidad y el valor de la persona humana, en la igualdad de derechos entre los hombres y las mujeres y de las naciones grandes y pequeñas.”
Carta de San Francisco

Era una tarde pesada. Por la calle, frente a la plaza, una mujer caminaba serena. De la mano llevaba un niño con atuendo de preescolar.
La pareja no era particularmente llamativa, pero las chusmas que estaban sentadas mirando a los que pasaban no pudieron quitar sus ojos de los grandes manchones de sangre que la madre tenia en la parte superior del vestido.
-Le habrá pegado el marido - se aventuró a decir una -, por eso va por el camino que lleva a la comisaría. Irá a denunciarlo -sentenció levantando ambas cejas y moviendo la cabeza al ritmo de sus palabras.
Las otras cinco coincidieron con la idea y se revolvieron en sus asientos. Y sí, así estaba el mundo. Ya no se podía confiar en los hombres. Seguramente la había abandonado durante el embarazo y ahora ella había ido a reclamarle la mantención que tenía atrasada desde hacía meses. Él, bestia inmunda, rechazando las súplicas de la pobre miserable y el llanto del niño inocente, la había golpeado con la hebilla de algún cinturón, o con sus propias manos. Así está el mundo, dijeron, ya no se puede confiar en los hombres.
Sin más dilación, formaron una asamblea en la que decidieron ponerse a favor de la víctima. Corrieron a sus casas, no había tiempo que perder. Los teléfonos de todas las señoras del vecindario sonaron. Todas atendieron. Todas se comprometieron con la causa: basta de hombres indiferentes, violentos, abusivos, traidores, infames. La misión era una: la igualdad. La estrategia era coherente: llegar a la comisaría con carteles y pancartas que expresaran el repudio hacia ese hombre anónimo que le había amoratado el ojo a la joven que cruzaba la calle. Todas estaban cansadas del machismo descarado de la sociedad. Había que hacer algo, ya había caído la gota que rebalsara el vaso.
La mujer y el niño conversaban. Ella le explicaba el porqué de algunas cosas. Él entendía y sonreía haciendo crecer el vínculo de estrecha complicidad. Los dos caminaban a la par por la calle recta que llevaba al edificio gris, escuchándose, mirando pájaros, pateando piedritas, sin prestar atención al rostro de la madre, sin prestar atención a que cada vez se hinchaba más la piel debajo del ojo derecho.
Las chusmas, un ejército de mujeres furibundas, se habían reunido en el lugar convenido por teléfono. La mayoría traía carteles de protesta que habían nacido a lo largo de los años y que rezaban mensajes llenos de rabia y rencor.
- No se puede confiar en los hombres -repetían.
-Nos enclaustran en nuestras casas, ¿¡Qué casas!? ¡Celdas! Y cuando queremos salir nos pegan, coartan nuestros derechos - gritaba doña Clementina con su voz aguda, mientras encendía el motor del vehículo que llevaría al comité hacia la comisaría.
- No respetan nuestras opiniones, se creen los dueños de la verdad - afirmaba doña Casandra, mientras tomaba con sus manos regordetas el asta de una bandera rosa.
- Sí, eso no puede ser. Somos tanto ¡o más! valiosas que ellos. Si no fuera por nosotras no podrían ni nacer - vociferaba doña Juliana, que era madre de cinco varones y esposa y ex de tres maridos.
El sol bajaba despacio, pero los ánimos estaban agitados. El evento improvisado iba tomando forma. Un grupo de camionetas estacionaba en las puertas de la comisaría y las mujeres salían de los móviles como hormigas enojadas después de que alguien pisoteara su hormiguero. Era entendible su malestar. Todas estaban cansadas de que los hombres hicieran el trabajo pesado. Ellas también querían ensuciarse las manos de lodo. ¡Qué importaba la manicure! Querían la igualdad. Que ellos también cocinen, que sean estilistas, que se vistan de rosa y queden ridículos, que sufran los dolores del parto y que puedan hacer dos cosas a la vez. Basta de la tortura de la depilación, basta de la rutina del hogar, de las mismas telarañas, de los mismos cúmulos de polvo, basta de las telenovelas mexicanas. ¿Que las mujeres no eran aptas para los cargos públicos? Pero si al fin y al cabo eran ellas las que administraban el dinero, los recursos, la economía doméstica. ¿Quién había dicho que gobernar una casa y un país no eran lo mismo? El país ganaba un poco en extensión, nada más. Ellas habían nacido para algo más que para lucir bellas. ¿Qué tenía que ver que no rindieran bien los exámenes en la universidad con su capacidad cognitiva? Seguramente los profesores las desaprobaban a propósito, por pertenecer al sexo débil, por despreciar la vastedad de su inteligencia, por la idea descabellada de que una falda entallada y un elevado coeficiente intelectual nunca fueron la combinación acertada. Pero eso estaba a punto de cambiar. Ya iban a ver ellos. No iban a mantenerse sumisas ni silenciosas, acatando órdenes como siempre. La trompeta iba a sonar. La igualdad estaba próxima. La revolución, a punto de estallar.
El paso de la mujer herida frente a la comisaría y el levantar de carteles se sincronizaron en el mismo segundo. Hubo sorpresa en ambos lados. Un lado se sorprendió por la muchedumbre, vamos, hijito, y prosiguió su camino. El otro miró estupefacto a la pareja que no se detenía para denunciar el maltrato, la habrán amenazado, sigámosla para convencerla de que no guarde silencio ante la violencia. Las chusmas dejaron que la pareja siguiera su camino unos cuantos metros, después iniciaron una silenciosa procesión para ver dónde irían a parar las víctimas del horror. La mujer le dijo al niño que ya se hacía tarde para la merienda, que se apuraran un poco, que no les prestara atención a los carteles con las imágenes de hombres amputados que traían consigo las mujeres que venían atrás.
Nadie hubiera podido evitar sonreír viendo a esa adorable pareja en un día normal, un día en el que el ojo derecho de la madre no estuviera deformado por la hinchazón. Ella, de estatura mediana, cabello rizado despeinado por la brisa otoñal, los vestidos con colores rimbombantes, sonriendo siempre. Él, destilando simpatía por todos los poros de su cuerpo, aferrándose a las manos de mamá con sus pequeñas manos, hablando palabras, descubriéndolas, desgajándolas por las ventanitas vacías de los dientes que iban cayendo de su boca. Sus pasos iban al compás de la charla.
-¿Chocolate, mami?
-Sí, amor, chocolate con esas galletitas de vainilla que a vos te gustan tanto.
Caminando se fueron lejos de la comisaría, siempre por la misma calle, aunque a esta altura parecía no ser la misma. El asfalto había dado lugar a un sendero cubierto por gramilla seca. Los edificios grises habían cambiado por unas casas pequeñas que se acomodaban arbitrariamente a la orilla del camino. Los árboles sexagenarios regalaban generosamente la sombra que el centro de la ciudad mezquinaba. Los vecinos de esa zona se sorprendieron cuando vieron la procesión: una mamá y un hijo caminaban, los seguía un grupo de 30 mujeres mudas y ofuscadas, que gesticulaban y hacían aspavientos con las manos tratando de invitar a más personas a la protesta. Las que miraban por las ventanas entendieron. ¿Quién no lo hubiera entendido? El rostro de la madre tenía signos de haber sido brutalmente lacerado, la turba, con sus carteles, tenía signos de compadecerse de la víctima y eso explicaba el motivo de la marcha. Nada que añadir. Un grupo más de mujeres se unió a la causa, incluso las que no tenían protestas contra los hombres. Todas querían cooperar así que tomaron los carteles y marcharon, aun sin saber del todo el porqué.
Cincuenta metros hacia el norte, había una casa que cortaba la calle. Se levantaba despareja: de un lado había una construcción de dos pisos donde parecía habitar una familia. Del otro, un cobertizo que funcionaba como taller. En ese lado, un automóvil con el capó levantado. Entre el capó y el motor, un hombre.
-¡Laura!- gritó una figura barbuda con las manos engrasadas mientras salía corriendo desde la oscuridad.
Ahora sí, pensaron las chusmas y las vecinas que conocían al hombre con aspecto desgreñado, estos infelices vinieron a la boca del lobo. Algunas sacaron sus celulares esperando documentar las escenas violentas que llenarían horas y horas de debate televisivo. Levantaron banderas al mismo tiempo que se producía el encuentro entre la mujer y el que había ido corriendo hacia ella.
-Laura- susurró, mientras se detenía frente a su esposa y posaba con una ternura infinita una mano gigantesca sobre el cutis herido de ella - ¿Qué te pasó? ¿Quién te hizo esto?
Ella hizo una mueca de extrañeza. Había olvidado lo que le había sucedido hacía media hora cuando salía del jardín de infantes.
-No te preocupes, Adrián, no es nada. Cuando salimos con Pablito del jardín, unos nenes estaban intentando cazar una paloma. Tuve tan mala suerte que el gomerazo de uno de ellos fue a parar en mi cara. Sangró un poquito, pero estoy bien -dijo sonriendo.
El niño contó con lujo de detalles cuántos eran los cazadores, cómo se llamaba la paloma, cuál fue la palabrota que dijo la maestra y qué fue lo que pasó en el camino. Después preguntó si podían preparar el chocolate porque la caminata le había dado hambre y los tres entraron al hogar.
Se supo que las chusmas volvieron mustias a sus casas, con los rostros como si fueran tomates maduros. Nunca se volvió a mencionar este tema, pero todos sabían por qué Adrián se había convertido en el mecánico más recomendado en todo el pueblo. 

FIN
Espero que les haya gustado y que los deje pensando. Lo terminé de escribir el 11/05/15. Muchísimas gracias por leer.